La idea que defiendo en estas líneas es bien sencilla de
formular: resulta un contrasentido aspirar a reestructurar la deuda pública y,
simultáneamente, mantenerse aferrado al euro. Abandonar planificadamente la
moneda única es una medida menos conflictiva pero más eficaz para la
recuperación de nuestra economía que suspender el pago de la deuda externa. Por
eso no es políticamente creíble propugnar la permanencia de España en el euro
por miedo a la reacción de los mercados mientras se desprecia la respuesta, a
todas luces más violenta, que una reestructuración unilateral de la deuda
pública conllevaría. Tan absurdo, salvando las distancias, como temer las
consecuencias del contagio de una gripe y no a las del ébola.
La extraordinaria duración e intensidad de la actual crisis
en España contrasta con la exitosa experiencia de países gobernados por la
izquierda transformadora en América Latina, particularmente en lo que a gestión
de la deuda se refiere. Esto ha propiciado la irrupción del debate sobre qué
hacer con nuestra exorbitante deuda pública, debate en el que son continuas las
referencias a la experiencia latinoamericana (y muy especialmente a Ecuador).
Ciertamente el problema de la deuda es susceptible de muchos enfoques no
excluyentes entre sí, pero me gustaría centrarme en el plano económico, más que
en el aspecto político o ético.
Sabemos que la deuda es una losa que lastra nuestra
recuperación económica y obliga a los ciudadanos a trabajar a cambio de
salarios reales miserables, más miserables aún una vez descontados los
impuestos a los que hay que hacer frente pasa satisfacer las demandas de la
“troika”.
Frente a ello se manejan varias alternativas. La primera de
ellas es la realización de una “auditoría sobre la legitimidad de la deuda”.
Recordemos que una auditoría de esa naturaleza es
ante todo un “proceso político”, un proceso de “toma de conciencia popular”,
una especie de revisión histórica de lo que se ha hecho mal, en el que la labor
del economista es más de soporte técnico que protagonista. Además, se pretende
que el efecto de la auditoría no sea testimonial: se trata de identificar qué
deudas es ilegítimo pagar y… efectivamente… no pagarlas. Salvo que estemos
hablando de “auditoría de deuda” en un sentido banal, como mero ejercicio de
erudición o como aquelarre festivo, la auditoría es un proceso que
necesariamente desemboca en una fase de “conflicto con los acreedores”.
También es frecuente recurrir al
concepto “reestructuración de la deuda”. La reestructuración es en principio un
proceso negociado, una alternativa al conflicto con los acreedores, en la que
la deuda se paga… pero en condiciones que garanticen la viabilidad de la
economía deudora (por ejemplo modificando los plazos, carencias o tipos de
interés). Obviamente se puede negociar una quita, y no sería la primera vez que
los acreedores lo aceptan. Pero lo único que se hace es convalidar las deudas
heredadas del pasado: darlas por buenas independientemente de su origen. Esta
noción de restructuración, dominante en el mundo financiero, choca
diametralmente con el concepto de “auditoría de legitimidad”. Cosa distinta
sería reestructurar “unilateralmente” la deuda, sin negociación con los
acreedores: en ese caso estaríamos en una situación análoga a la del impago.
Al no disponer de una moneda
propia, cualquier intento de hacer efectivos los resultados de una verdadera
“auditoría de deuda”, cualquier intento de actuación unilateral del deudor
(impago total o parcial, reestructuración…) podría traer como consecuencia no
ya una reacción de los mercados (eso por descontado), sino simple y llanamente
el corte de suministro de dinero por parte del banco emisor. Recordemos que la
banca española debe actualmente 150.994 millones de euros al BCE: si en
respuesta a la legítima auto – reestructuración de la deuda el BCE opta por no
refinanciar esos saldos, nuestra economía se vería colapsada en cuestión de
días. Simple y llanamente por falta de circulante con el que operar. La
conclusión es que necesitamos una moneda y si el BCE, en represalia política,
no está dispuesto a facilitárnosla no tendremos más opción que procurárnosla
nosotros mismos como históricamente han hecho todos los países soberanos.
Conviene advertir que es muy
diferente “salir programadamente” del euro que ser “expulsado abruptamente” del
club.
Con una salida programada del
euro, en la que se diseñasen mecanismos de respuesta a eventuales turbulencias
transitorias (controles de capitales, etc), recuperaríamos la autonomía
monetaria lo cual nos permitiría practicar políticas económicas expansivas y
selectivas: hoy el acceso al crédito es tremendamente fácil si lo que se
pretende es especular en alguno de los innumerables mercados abiertos a nivel
mundial, y casi imposible para instalar una fábrica y crear empleo. Y mucho más
fácil para las grandes corporaciones que para la pequeña empresa.
Adicionalmente podríamos devaluar la nueva moneda frente a nuestros
competidores, que falta nos hace porque una de las consecuencias del carácter
rentista y especulador del empresariado español es la pérdida sistemática de
competitividad exterior por falta de inversión – financiación de actividades
I+D+i; y en el corto plazo ese desequilibrio sólo puede corregirse
(desgraciadamente) mediante una devaluación.
Obviamente el tipo de cambio de
la nueva moneda, como sucede siempre,
dependería en parte de los mercados financieros, en parte del
comportamiento de nuestros agregados macroeconómicos y en parte de la política
cambiaria de nuestro propio banco central. Es más, podríamos establecer un
régimen cambiario que vinculase nuestra nueva moneda al euro pero de manera
flexible para corregir la evolución de nuestra productividad.
Curiosamente un abandono
programado del euro permitiría que todos los acreedores cobrasen: pero en
nuestra moneda, o en dólares… como ha sucedido tradicionalmente. Y de hecho el
impacto positivo sobre el PIB haría disminuir la ratio deuda/PIB y relajaría
las previsibles tensiones financieras iniciales. Recuperando el crecimiento
económico desaparecería el pernicioso “efecto snowball”, por cual del cual
nuestra deuda externa crece inercialmente. Es, desde luego, una opción menos
conflictiva que el impago total o parcial de la deuda declarada unilateralmente
“ilegítima”.
Se habla mucho de la exitosa
experiencia ecuatoriana: una experiencia que difícilmente podríamos reproducir en
España. En mayo de 2009, después de un intenso y ejemplar proceso de auditoría
sobre la legitimidad de la deuda que el presidente Rafael Correa encomendó al
CAIC (Comisión para la Auditoría Integral del Crédito Público), se declaró la
mora en el pago de los intereses de la deuda denominada Bonos Global 2012 y
2030, rescatando un nominal de 3.241 millones de dólares por el 35´5% de su
valor, con lo que la deuda externa se redujo en un tercio, del 18´6% al 14´2%
del PIB y se produjo un importante ahorro para las arcas públicas.
La operación no fue inocua en
términos macroeconómicos (el PIB cayó del 6´4% de 2008 a un exiguo 0´6% en
2009, y las reservas externas pasaron de 4.473 millones de dólares a poco más
de 2.675 millones), pero el Gobierno de Rafael Correa supo enfrentarlos
implementando medidas del siguiente tenor: en materia arancelaria se crearon/aumentaron
aranceles en 627 subpartidas arancelarias (algo ilegal entre países miembros de
la Unión Europea); ante la fuga de inversores las emisiones de deuda pública
ecuatoriana fueron sustituidas por préstamos bilaterales de los que China es
principal contraparte, poseyendo actualmente deuda ecuatoriana por valor de
4.695 millones de dólares, equivalente al 28% de su deuda externa (y
garantizada íntegramente con petróleo ecuatoriano). ¿Qué país jugaría para
España ese rol de asistente financiero que China desempeña con Ecuador? Además,
Ecuador tiene su propia moneda, aunque vinculada al dólar estadounidense desde
la reforma monetaria de marzo de 2000, lo que le permitió cierto grado de
autonomía para practicar una política monetaria que compensase los posibles
efectos contractivos de la fuga de capitales: nuestra permanencia en el euro
hace inviable una respuesta monetaria de ese tenor. Por último, pero no menos
importante, es justo resaltar que a partir de 2009 el precio del petróleo,
principal exportación ecuatoriana, comenzó una senda alcista que duró hasta
junio de 2014: si las exportaciones petroleras ecuatorianas fueron de 6.284
millones de dólares en 2009, en 2013 se batía el record de 13.412 millones. Los
ingentes recursos tributarios asociados al petróleo evitaron que el Gobierno
ecuatoriano tuviera que acudir de forma sistemática y precaria a unos mercados
internacionales “escaldados” con la quita de 2009.
En resumen, la cuestión de fondo es ésta: ¿qué grado de
conflicto estamos dispuestos a asumir para salir ya de la crisis? Desde luego
una salida programada del euro resulta menos conflictivo que el impago o la
reestructuración unilateral de la deuda.
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