Las nuevas corporaciones locales constituidas el pasado 13 de
junio han supuesto, mayoritariamente, un esperanzador giro hacia la izquierda
que augura importantes cambios en la política municipal. En muchas ciudades ha
sido tanto y con tanta desvergüenza lo robado estos años por gobernantes
amparados en mayorías absolutas, que la ciudadanía ha acogido con euforia la defenestración
democrática de alcaldes otrora intocables.
Dicho lo cual conviene ser realistas: los ciudadanos que con
su voto han forzado el cambio no merecen ser decepcionados y para ello es
necesario, lo antes posible, tomar conciencia de los límites del cambio que
ahora se inicia.
Aunque parezca una obviedad es imprescindible recordar que los
ayuntamientos no tienen un poder ilimitado y por tanto no pueden resolver todos
los desmanes sembrados en los últimos 20 años de gestión municipal. Las
limitaciones al poder municipal son el resultado de dos circunstancias: a) las
competencias que la Ley les otorga y b) los recursos económicos de los que
disponen.
Me centraré en este último aspecto.
Los ayuntamientos españoles pasan, salvando algunas
escasísimas excepciones, por una situación financiera muy delicada debido a la
confluencia de diversos factores entre los que cabe destacar: a) la intensa y
persistente crisis económica que sufrimos desde 2008, b) un sistema tributario
poco progresivo que sólo logra llenar las arcas municipales durante episodios
de especulación inmobiliaria, c) una gestión corrupta que ha dado lugar al
saqueo de cuantiosos recursos (presentes y futuros) y d) una legislación presupuestaria
que les impide practicar las políticas sociales y de empleo que el país
demanda.
Antes de que se iniciara la crisis la deuda de las
corporaciones locales ascendía a 688 euros por habitante y actualmente son
1.191 euros, un 73% más. Ese es el panorama de partida: más deuda a pagar a
costa de ciudadanos más pobres (recordemos que la tasa de paro en 2008 era del 11´3%
y actualmente es el 23´7% y que nuestro PIB per cápita también ha caído en términos
reales un 7% desde entonces). En 2014 los ayuntamientos tuvieron que destinar
1.285 millones de euros al pago de intereses y otros 3.407 millones a la
amortización de deuda (el 11´3% del presupuesto mientras que en 2008 era tan
sólo el 5´3%). Esto implica que buena parte de los recursos municipales ya
están comprometidos de antemano, reduciendo el margen de maniobra para
financiar las políticas sociales que los ciudadanos han reclamado con su voto.
Estos datos nos recuerdan la urgencia de acometer auditorías
sobre la legitimidad de la deuda, auditorías que sean a la vez un proceso
político de toma de conciencia y herramienta para el diseño de estrategias de
política económica que pueden ir desde la simple (y poco conflictiva)
reestructuración temporal hasta la denuncia e impago de determinados pasivos. La
auditoría ha de considerarse en un sentido amplio, más allá del endeudamiento
bancario tradicional: habrá que auditar contratos de externalización de
servicios, concesiones municipales y privatizaciones tanto por cuestión de legalidad
como de eficiencia. Muchos ayuntamientos han utilizado sistemáticamente estas fórmulas
para eludir las restricciones que impone el Derecho Administrativo
(contratación de personas y servicios) y para lucrar a su clientela política. A
nadie debe extrañar a estas alturas que tales contratos estén oportunamente
blindados con cláusulas abusivas para disuadir a los ayuntamientos frente a
iniciativas remunicipalizadoras.
Ese tipo de auditorías puede ser la fuente fundamental de
ahorro de recursos en el momento actual, mucho más que otras iniciativas que,
aun siendo llamativas (reducción de las retribuciones de cargos públicos, limitación
de coches oficiales y gastos protocolarios, etc) tienen un impacto
presupuestario muy inferior a lo que la gente cree[1].
Otra limitación importante es la evolución del ciclo
económico: probablemente muchos alcaldes tienen la vista puesta en la
incipiente recuperación económica como remedio para la precaria situación de
las arcas municipales. No conviene hacerse muchas ilusiones al respecto.
En primer lugar porque no sabemos si esa incipiente
recuperación va a consolidarse. Es cierto que en 2014 el PIB creció un 1´4%,
pero no es menos cierto que se debió a causas coyunturales: gracias a la
inestabilidad en que devino la “primavera árabe” los turistas huyen de aquellos
destinos tradicionalmente competidores de España (Egipto, Túnez…) y eso nos ha
permitido incrementar en 7 millones el número de turistas extranjeros que
arriban a nuestro territorio. Además, las Administraciones Públicas hicieron un
importante esfuerzo presupuestario durante 2014 para “animar el ambiente” licitando
obra pública. Tras años de recortes, la licitación oficial creció un 123% en
2014: el Estado, las Comunidades Autónomas y algunos ayuntamientos sacaron las
grúas a la calle para conseguir votos. Ahora llega la contrapartida: en el
primer trimestre de 2015 la licitación oficial se ha contraído un 34%.
En segundo lugar, la posible recuperación no se traducirá
directamente en una mejora de las finanzas municipales: el sistema tributario local
es “inelástico” y poco progresivo, así que los incrementos del PIB no se
traducen ni rápida ni intensamente en incrementos de la recaudación tributaria,
salvo cuando el mayor dinamismo viene inducido por episodios de especulación
inmobiliaria (absolutamente indeseables, por otra parte).
Finalmente cabe resaltar que la legislación estatal en
materia de estabilidad presupuestaria tampoco ayuda mucho a imprimir un giro
progresista a las políticas municipales. La Ley Orgánica de Estabilidad
Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, y las normas que de ella se
derivan, impone un férreo control sobre las maltrechas finanzas municipales,
subordinando irracionalmente la gestión presupuestaria al logro del equilibrio
o superávit presupuestario, y anteponiendo la amortización de la deuda a otros
gastos de emergencia social. La conclusión es obvia: las nuevas corporaciones
deben demandar del gobierno (del actual o del futuro) la reforma de las
legislaciones tributaria y presupuestaria para dotar demás recursos y mayor
flexibilidad los presupuestos municipales, so pena de que las políticas
sociales y generadoras de empleo nazcan muertas. No parece que el actual
gobierno de la nación esté por la labor: el ministro Montoro no pierde ocasión
para recordar que la precaria liquidez de la que disponen los municipios
depende de su santa voluntad y que no habrá recursos para quienes se aparten de
la ortodoxia presupuestaria. Razón no le falta: las corporaciones locales
comenzaron el año con 14.987 millones de euros en dinero efectivo en sus arcas,
y unas deudas que vencen a corto plazo por importe de 18.402 millones. De hecho
numerosos ayuntamientos están sometidos a planes de rescate impuestos por el
Ministerio de Hacienda. Difícilmente podrán llevarse a cabo las políticas
votadas por los ciudadanos en las elecciones municipales mientras siga
gobernando la actual mayoría parlamentaria.
[1] En un
trabajo de investigación titulado “Lo que cuesta la democracia local” (Revista
Auditoría Pública, nº 58) estimamos que el coste de los órganos de gobierno
municipales está entre 22 y 25 euros año por ciudadano, cifra muy inferior a
los 301 euros de agua y alcantarillado. De cada 100 euros de déficit público de
los ayuntamientos, sólo 1´32 euros se deben al coste de estos órganos.
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