Estimados alumnos, estimadas alumnas: me preguntáis qué opino de los planes de la Administración para dar el gran salto tecnológico a un mundo sin libros, lápices ni libretas. Me temo que no os puedo ofrecer una respuesta definitiva: ni siquiera he aceptado de buena gana el vapuleo que nuestra gramática ha recibido de manos de la Real Academia… me veo por los suelos recogiendo tildes, hiatos y diptongos como el aplicado hacedor de un puzzle al que el viento ha tirado las piezas… si no sé dónde colocar las tildes ¿cómo habré de ayudaros en ello?
Evaluar la bondad de las innovaciones técnicas es difícil, sobre todo “a priori”, cuando de lo que se trata es de decidir a qué ritmo y hasta qué punto queremos que la tecnología forme parte de nuestra vida y la condicione. No se trata de una reflexión abstracta: hablamos de decisiones cotidianas como la introducción masiva de las nuevas tecnologías en las escuelas, la sustitución de las herramientas tradicionales (libros,
lápices…) por “tablets”…
Lo “nuevo” genera en nosotros una mezcla casi morbosa de atracción y rechazo: el ser humano no puede progresar ni individual ni colectivamente sin asumir riesgos; permanecer inmóviles a menos que se nos garantice el resultado deseado conduce a la esclerosis. Por otra parte, ni siquiera “a posteriori” es siempre fácil evaluar la bondad de los cambios: primero deberíamos consensuar el significado del término “a posteriori”. “A posteriori” es “después”… pero ¿cuánto tiempo es “después”? ¿un año? ¿un siglo?... Es
sobradamente conocida la desconcertante respuesta del que fuera primer ministro chino, Zhu En Lai cuando, a su paso por Ginebra para negociar el fin de la guerra de Corea (1953) se le requirió su opinión sobre las consecuencias de la Revolución Francesa (1789): “aún es pronto para saberlo”, respondió.
La perspectiva del individuo que efectúa el análisis también resulta determinante: la opinión de Luis XVI acerca de la guillotina como producto del talento humano, probablemente difería de la de los diputados que votaron a favor de su sentencia de muerte (1793). Y probablemente la opinión del propio Robespierre al
promover el regicidio tampoco habría de coincidir con la que tendría posteriormente, cuando él mismo fue guillotinado (1794)… pero la guillotina, en todos los casos, era la misma.
Quizá un ejemplo pueda aclarar algo.
En 1794, el joven Eli Whitney patentó la desmotadora de algodón. Quienes hayan tenido alguna vez en sus manos un copo de algodón habrán comprobado que en su interior anidan unas numerosas a la par que inoportunas semillitas, semejantes a las de un kiwi. Limpiar de semillas la esponjosa fibra de algodón era una tarea lenta y dura, absorbía mucho tiempo y encarecía notablemente el producto final, a pesar del reducido
coste de la mano de obra esclava. El invento de Whitney permitía abaratar significativamente la elaboración del algodón y hacer mucho más rentable su producción. La era del algodón barato y el consumo masivo de tejidos había comenzado.
Visto así ¿no ha de ser necesariamente favorable nuestro veredicto sobre la máquina de Whitney?.
No podemos juzgar la calidad de una película si sólo hemos visto una secuencia. Gracias a esa innovación se produjo una demanda masiva de mano de obra esclava: mientras los esclavos se habían ocupado del “cardado” manual del algodón su presencia en las colonias norteamericanas había sido escasa. Ahora, dedicados en exclusiva a la “recolección”, la esclavitud se tornó extremadamente rentable; lo cual propició además las primeras aventuras imperialistas de ese nuevo país llamado Estados Unidos, otrora
colonia sometida al imperialismo británico: el hambre de tierra para cultivar algodón sólo podía saciarse expandiéndose hacia el oeste y hacia el sur, mediante el recurso a la sistemático a la violencia contra la población indígena. El robo de tierras, el asesinato de indios y el secuestro de africanos se disparó gracias al bueno de Whitney. ¿Cómo era…? Ah sí, la “tablet”… Las nuevas tecnologías abren muchas incógnitas.
Desde luego una actitud “luddista” no es razonable: no podemos permitirnos el lujo de renunciar al gran incremento de productividad asociado a las innovaciones a pesar de que traerán necesariamente consigo la destrucción de puestos de trabajo “tradicionales”. Hay que pensar en como reconducir ese proceso en beneficio colectivo porque permite liberar al ser humano de la dictadura del trabajo.
Tampoco es razonable zanjar el debate acusando de sentimentalismo a quienes expresan sus dudas sobre la sustitución del libro y el lápiz (de niños decíamos “lapicero”) por la “tablet”: yo mismo confieso cierta deriva fetichista a favor del libro tradicional, y de la escritura manual frente al “clickeo” del ratón; y aún experimento en la intimidad un extraño placer al recordar la mano de la “señorita Ana” guiando la mía, para trazar una caligrafía perfecta entre efluvios de gráfito y papel. Visto dialécticamente hemos de reconocer que también el lápiz en el momento de su aparición una “nueva tecnología”: lo nuevo siempre lleva en su seno la semilla del
envejecimiento. El propio “ratón” acabará pronto en los anaqueles de las antiguallas.
La tecnología es lo que hacemos de ella. El sistema (sí, eso que se llama capitalismo) tratará de hacer de ella un instrumento de dominación. Me gustaría saber qué ha planeado la élite al respecto: con qué intención nos proporcionan esta tecnología. Si dependemos en exclusiva de un ratón o de una pantalla táctil para transmitir
información adquirir conocimiento... o para relacionarnos en general ¿quién nos asegura que seguiremos siendo libres? Quien tenga poder para desconectarnos de la red tiene en sus manos nuestra muerte civil. Tampoco tengo claro que la pérdida de la habilidad manual que va asociada al manejo del lápiz puede ser beneficiosa: quizá nos volvamos unos idiotas que tratan de sobrevivir en las procelosas aguas de Google… muchos datos… poca información. Idiotas como el naufrago de Coleridge que aferrado a una tabla cantaba aquello de “agua, agua por todas partes… y nada que beber”.
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