domingo, 19 de julio de 2015

Nuevos ayuntamientos: querer y poder.



Las nuevas corporaciones locales constituidas el pasado 13 de junio han supuesto, mayoritariamente, un esperanzador giro hacia la izquierda que augura importantes cambios en la política municipal. En muchas ciudades ha sido tanto y con tanta desvergüenza lo robado estos años por gobernantes amparados en mayorías absolutas, que la ciudadanía ha acogido con euforia la defenestración democrática de alcaldes otrora intocables.

Dicho lo cual conviene ser realistas: los ciudadanos que con su voto han forzado el cambio no merecen ser decepcionados y para ello es necesario, lo antes posible, tomar conciencia de los límites del cambio que ahora se inicia.



Aunque parezca una obviedad es imprescindible recordar que los ayuntamientos no tienen un poder ilimitado y por tanto no pueden resolver todos los desmanes sembrados en los últimos 20 años de gestión municipal. Las limitaciones al poder municipal son el resultado de dos circunstancias: a) las competencias que la Ley les otorga y b) los recursos económicos de los que disponen.

Me centraré en este último aspecto.

Los ayuntamientos españoles pasan, salvando algunas escasísimas excepciones, por una situación financiera muy delicada debido a la confluencia de diversos factores entre los que cabe destacar: a) la intensa y persistente crisis económica que sufrimos desde 2008, b) un sistema tributario poco progresivo que sólo logra llenar las arcas municipales durante episodios de especulación inmobiliaria, c) una gestión corrupta que ha dado lugar al saqueo de cuantiosos recursos (presentes y futuros) y d) una legislación presupuestaria que les impide practicar las políticas sociales y de empleo que el país demanda.  

Antes de que se iniciara la crisis la deuda de las corporaciones locales ascendía a 688 euros por habitante y actualmente son 1.191 euros, un 73% más. Ese es el panorama de partida: más deuda a pagar a costa de ciudadanos más pobres (recordemos que la tasa de paro en 2008 era del 11´3% y actualmente es el 23´7% y que nuestro PIB per cápita también ha caído en términos reales un 7% desde entonces). En 2014 los ayuntamientos tuvieron que destinar 1.285 millones de euros al pago de intereses y otros 3.407 millones a la amortización de deuda (el 11´3% del presupuesto mientras que en 2008 era tan sólo el 5´3%). Esto implica que buena parte de los recursos municipales ya están comprometidos de antemano, reduciendo el margen de maniobra para financiar las políticas sociales que los ciudadanos han reclamado con su voto.

Estos datos nos recuerdan la urgencia de acometer auditorías sobre la legitimidad de la deuda, auditorías que sean a la vez un proceso político de toma de conciencia y herramienta para el diseño de estrategias de política económica que pueden ir desde la simple (y poco conflictiva) reestructuración temporal hasta la denuncia e impago de determinados pasivos. La auditoría ha de considerarse en un sentido amplio, más allá del endeudamiento bancario tradicional: habrá que auditar contratos de externalización de servicios, concesiones municipales y privatizaciones tanto por cuestión de legalidad como de eficiencia. Muchos ayuntamientos han utilizado sistemáticamente estas fórmulas para eludir las restricciones que impone el Derecho Administrativo (contratación de personas y servicios) y para lucrar a su clientela política. A nadie debe extrañar a estas alturas que tales contratos estén oportunamente blindados con cláusulas abusivas para disuadir a los ayuntamientos frente a iniciativas remunicipalizadoras.

Ese tipo de auditorías puede ser la fuente fundamental de ahorro de recursos en el momento actual, mucho más que otras iniciativas que, aun siendo llamativas (reducción de las retribuciones de cargos públicos, limitación de coches oficiales y gastos protocolarios, etc) tienen un impacto presupuestario muy inferior a lo que la gente cree[1].

Otra limitación importante es la evolución del ciclo económico: probablemente muchos alcaldes tienen la vista puesta en la incipiente recuperación económica como remedio para la precaria situación de las arcas municipales. No conviene hacerse muchas ilusiones al respecto.

En primer lugar porque no sabemos si esa incipiente recuperación va a consolidarse. Es cierto que en 2014 el PIB creció un 1´4%, pero no es menos cierto que se debió a causas coyunturales: gracias a la inestabilidad en que devino la “primavera árabe” los turistas huyen de aquellos destinos tradicionalmente competidores de España (Egipto, Túnez…) y eso nos ha permitido incrementar en 7 millones el número de turistas extranjeros que arriban a nuestro territorio. Además, las Administraciones Públicas hicieron un importante esfuerzo presupuestario durante 2014 para “animar el ambiente” licitando obra pública. Tras años de recortes, la licitación oficial creció un 123% en 2014: el Estado, las Comunidades Autónomas y algunos ayuntamientos sacaron las grúas a la calle para conseguir votos. Ahora llega la contrapartida: en el primer trimestre de 2015 la licitación oficial se ha contraído un 34%.

En segundo lugar, la posible recuperación no se traducirá directamente en una mejora de las finanzas municipales: el sistema tributario local es “inelástico” y poco progresivo, así que los incrementos del PIB no se traducen ni rápida ni intensamente en incrementos de la recaudación tributaria, salvo cuando el mayor dinamismo viene inducido por episodios de especulación inmobiliaria (absolutamente indeseables, por otra parte).

Finalmente cabe resaltar que la legislación estatal en materia de estabilidad presupuestaria tampoco ayuda mucho a imprimir un giro progresista a las políticas municipales. La Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, y las normas que de ella se derivan, impone un férreo control sobre las maltrechas finanzas municipales, subordinando irracionalmente la gestión presupuestaria al logro del equilibrio o superávit presupuestario, y anteponiendo la amortización de la deuda a otros gastos de emergencia social. La conclusión es obvia: las nuevas corporaciones deben demandar del gobierno (del actual o del futuro) la reforma de las legislaciones tributaria y presupuestaria para dotar demás recursos y mayor flexibilidad los presupuestos municipales, so pena de que las políticas sociales y generadoras de empleo nazcan muertas. No parece que el actual gobierno de la nación esté por la labor: el ministro Montoro no pierde ocasión para recordar que la precaria liquidez de la que disponen los municipios depende de su santa voluntad y que no habrá recursos para quienes se aparten de la ortodoxia presupuestaria. Razón no le falta: las corporaciones locales comenzaron el año con 14.987 millones de euros en dinero efectivo en sus arcas, y unas deudas que vencen a corto plazo por importe de 18.402 millones. De hecho numerosos ayuntamientos están sometidos a planes de rescate impuestos por el Ministerio de Hacienda. Difícilmente podrán llevarse a cabo las políticas votadas por los ciudadanos en las elecciones municipales mientras siga gobernando la actual mayoría parlamentaria.


[1] En un trabajo de investigación titulado “Lo que cuesta la democracia local” (Revista Auditoría Pública, nº 58) estimamos que el coste de los órganos de gobierno municipales está entre 22 y 25 euros año por ciudadano, cifra muy inferior a los 301 euros de agua y alcantarillado. De cada 100 euros de déficit público de los ayuntamientos, sólo 1´32 euros se deben al coste de estos órganos.

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