Los últimos datos sobre la evolución macroeconómica en
Alemania muestran claramente la desaceleración de su economía: su PIB se
contrajo un 0´2% en el segundo trimestre y todo apunta a que lo que resta de año
será aún peor. Para el año en curso la Comisión Europea preveía un crecimiento
del 0% y equilibrio presupuestario, previsiones que hoy parecen notablemente
desfasadas por optimistas.
No debiera sorprendernos: la economía alemana es víctima de
la política económica que sus dirigentes han impuesto a sus socios europeos.
Incapaces de aprender de la experiencia histórica (la crisis actual tanto en su
génesis como en la respuesta política es un calco de 1929), los banqueros
alemanes han impuesto vía Merkel políticas
de austeridad fiscal que han deprimido la demanda agregada, y con ello el PIB y
el empleo. La moneda única ha impedido a los países en crisis no solo recuperar
competitividad vía devaluación, sino implementar una política monetaria
expansiva autónoma acorde con sus necesidades. A consecuencia de ello el
crédito en la zona euro acumula ya 54 meses consecutivos de contracción real y
en tales condiciones la demanda interna no puede despegar.
La estrategia de los magnates de las finanzas ha minado la
economía de los principales socios comerciales de Alemania: cada vez somos más
pobres y nos resulta muy difícil importar productos alemanes. En 2013 sus
exportaciones cayeron un -0´2% y actualmente se contraen a un ritmo del -1´8%.
A esa tendencia estructural habrá que sumar los efectos del conflicto Rusia –
Ucrania y del veto a las exportaciones agrarias europeas: incapaz de exportar,
la economía alemana no podrá dar salida a buena parte de su producción y sus
fábricas, como las nuestras, frenarán en seco.
Ante esta situación cabe hacer algunos comentarios.
En primer lugar, el escenario al que nos enfrentamos no tiene
nada de novedoso. Aunque es lugar común entre los economistas invocar la experiencia
histórica de la República de Weimar (1919 – 1933) y la hiperinflación para justificar
el sesgo anti – inflacionista de la política económica alemana, la historia de
Alemania es mucho más amplia y el pasado reciente es muy relevante. En 1992 el
sistema monetario europeo (SME), antecesor del actual euro, entró en crisis por
la obcecación de mantener un tipo de cambio fijo entre países que, como España
y Alemania, tienen evoluciones disímiles tanto en el ciclo económico como en
productividad. El SME voló por los aires cuando los especuladores comprobaron
que las economías europeas eran incapaces de crecer. El hundimiento de las
economías europeas trajo consigo un periodo de atonía que duró hasta 1997
(incluyendo un déficit público del 9´5% del PIB en 1995). Ni Alemania ni, sobre
todo, sus trabajadores lograron sortear la crisis: fueron entonces víctimas de
la fortaleza del marco alemán como pronto lo serán del euro. Con la llegada al
poder del Schröder en 1998 y la aprobación del paquete de medidas Hartz IV se
inició el desmantelamiento del Estado de Bienestar germano. El argumento quizá
les suene: que las políticas sociales desincentivan a los trabajadores
(prefieren vivir a costa del Estado), restan competitividad a la economía y
alimentan el déficit público.
En segundo lugar conviene aclarar que la buena parte de la
salud de las finanzas públicas alemanas es solo aparente y que se debe al
liderazgo económico del país: Alemania es un tuerto en un mundo de ciegos (la
eurozona) y eso la ha hecho centro atractor de ingentes flujos financieros, convirtiendo
la deuda pública alemana en un refugio para inversores de todo el mundo.
Gracias a ello la deuda alemana ha llegado a rendir intereses negativos
mientras que en países como el nuestro los tipos de interés se disparaban, teniendo
que dedicar el 3´4% de nuestro PIB a intereses, frente al 2´1% de Alemania.
Pero el escenario de dinero barato y abundante del que ha
gozado el Estado alemán desaparecerá si su PIB sigue contrayéndose, y todo
apunta en esa dirección. Los especuladores huyen de economías cuyo PIB se
contrae porque temen que no se generen recursos suficientes para atender el
“servicio” de su deuda: ha sucedido en España y sucederá en Alemania. No
debemos olvidar que la salud de las finanzas germanas son más un mito que una
realidad: desde la creación de la moneda
única en 1999, el déficit público alemán ha superado el nivel del 3% ¡en siete
ocasiones!... y en 2013 cerraró con un precario equilibrio presupuestario (nada
de ostentosos superavits) y con un endeudamiento equivalente al 78´4% de su
PIB… De ahí a la catástrofe va un paso.
Actualmente la gran duda es si Merkel aplicará en su país las
mismas políticas contractivas que ha impuesto a sus socios europeos. La
historia reciente muestra que, al igual que sucede con las personas, a las
naciones se les aplica doble rasero (siempre más flexible con los ricos): a
pesar del reiterado historial deficitario, al Estado alemán no se le ha impuesto
sanción alguna por sus abultados déficits a pesar de que la legislación europea
así lo establece, así que no es previsible que la Unión Europea presione a la
canciller Merkel para implementar políticas restrictivas. El problema (suyo y
nuestro) son los propios magnates de las finanzas: cuando los ingresos
tributarios caigan por la contracción del PIB, exigirán al gobierno recortes
presupuestarios para garantizar el pago de lo que se les debe como poseedores
de deuda pública. Esa obcecación hundirá más su economía y la nuestra y será
entonces cuando la existencia del euro, o al menos el modo en que se gestiona,
pasará a estar en el orden del día de los gobernantes europeos.
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